jueves, 24 de agosto de 2006

Margareth

A Margareth le había tocado nacer en la Europa de comienzos del siglo XIX. Por aquella época, las damas de sociedad eran bastante respetadas; empero, ello no quiere decir que tuvieran los mismos derechos que los hombres. Al contrario, estas damas educadas eran aceptadas porque seguían las tradiciones y porque actuaban como lo que eran: damas de sociedad.
A pesar de que Margareth había crecido, al igual que sus dos hermanas, en un ambiente conservador, en el seno de una familia pudiente, de pequeña había demostrado que sería diferente de éstas. Casi siempre se comportaba como su madre y sus hermanas, de la forma que la sociedad quería, pero en el fondo ella sabía que aquello no era más que una farsa, que en vez de permanecer bordando silenciosamente junto al fuego, ella soñaba con subir corriendo al Puente de Londres para perder su mirada en las apacibles aguas del Támesis o con mojarse bajo la lluvia en la antiguas calles de la ciudad. Pocas veces la verdadera Margareth lograba salir a la luz.
Un agradable día de primavera, cuando ella sólo tenía diez años, toda la familia había asistido, como de costumbre, a la misa dominical en la catedral de St. Paul’s en Londres. A pesar de que ella siempre trataba de hallar excusas para no ir, las órdenes paternas eran una ley que nadie osaba infringir. Como era habitual, se veía a un grupo de niños jugando frente a la entrada de la iglesia, mas hoy había reparado en algo distinto. Una niña de más o menos su misma edad que se mantenía apartada del resto por ser de una clase social inferior. Pero en aquel entonces Margareth no comprendía estas diferencias; para ella, la pequeña niña vestida con ropas sencillas y “cómodas” que contemplaba triste al resto de los niños, era alguien igual a ella, y, más aún, alguien que seguramente querría jugar. Nunca se habría imaginado que entre su madre sentada ante la finísima mesa del salón, y la empleada que le servía el té cada tarde, había una brecha irreducible.
Obviamente no pudo hacer nada para desprenderse de la mano de su hermana mayor, pero esperaría atenta el momento adecuado; no dejaría pasar la ocasión.
La conmoción fue general cuando la encontraron, pero no tanto por el hecho de que se hubiera escapado de la misa, sino más bien porque la habían hallado jugando en la plaza con una niña “callejera”.
Margareth nunca olvidó este hecho. Tampoco entendió por qué la habían castigado, y aquella sensación de que sus padres estaban equivocados no la abandonó jamás.
Pasaron muchos años en los cuales continuó fingiendo ser igual a sus hermanas; justo lo que sus padres deseaban. Un segundo hecho, sin embargo, volvería a despertar a la verdadera Margareth que reposaba en su interior.
Su hermana mayor pensaba totalmente como sus padres. Para ella, la vida de una mujer era casarse con un buen marido, desde luego elegido por ellos, y obedecerle fielmente en todo. Rebbeca, la segunda de sus hermanas, no parecía tener opinión, pero Margareth sentía que ella tampoco quería vivir como la sociedad le decía que tenía que hacerlo.
Un día, cuando Margareth contaba veintitrés años, llegó a casa junto a sus hermanas y se encontraron con un hombre desconocido de unos cuarenta años sentado con sus padres en el salón. Era la persona elegida para ser el esposo de Rebbeca.
Los preparativos para la boda avanzaban rápidamente. Rebbeca no objetaba nada, pero Margareth creyó ver en su mirada cabizbaja, una especie de súplica silenciosa. Ante la ocasión de que su hermana mayor no se encontraba en casa, Margareth cerró la puerta del salón donde Rebbeca se hallaba leyendo y se sentó a su lado: “No le amas, ¿Cierto? No deseas casarte con él, pero le temes a la reacción de nuestros padres.” Rebbeca, como siempre, no dijo nada, nada con palabras, pero estalló en un llanto ahogado y desgarrador en los brazos de su hermana.
Ambas sabían que no había posibilidad alguna de liberarse del compromiso, del mismo modo que sabían que la única solución, aunque desesperada, era escapar de su prisión, huir lejos...
El episodio es largo, pero lo importante es decir que, por segunda vez, Margareth fue descubierta y que el peor castigo, más que el que recibió de sus padres, fue no ver nunca más a Rebbeca, quien luego de su boda fue llevada por su marido a vivir a América.
Este tipo de abusos condujo pronto a Margareth a tomar la decisión más osada para una “dama de sociedad” de aquella época: partir sola. Dos veces había fracasado en sus intentos de liberarse. Si había una tercera oportunidad, ésta tendría que ser la definitiva.
Y lo logró, nadie más supo de la hija menor en aquella familia, más no por su propia intención de olvidarlos, sino porque las decenas de cartas que envió a sus padres y a su hermana mayor jamás devolvieron una sola palabra de respuesta.
Lo cierto es que Francia no la acogió con sus brazos abiertos, pero el recibimiento fue más cálido que el recuerdo de Inglaterra. Diez años después de su llegada, ya era reconocida en París por su lucha en pro de los derechos de la mujer en la sociedad.
Pero Margareth cometió un gran error en su vida. Luchando por lo que creía justo, no supo detenerse hasta que se halló en el extremo opuesto y cuando su amigo Louis de Murille, un próspero empresario de la época, le pidió matrimonio, a ella le pareció que se derrumbaba todo su mundo de ideales establecidos. Casarse hubiese sido como rendirse ante un hombre, arrodillarse a sus pies. No, eso no lo haría jamás.
Cuando se dio cuenta de su error, cuando se permitió pensar en Louis, cuando aceptó que su corazón lo necesitaba, ya era demasiado tarde. Él se había casado con otra mujer y ella ya había perdido su juventud.
Margareth murió a los sesenta y seis años de edad, orgullosa de su trabajo social y acompañada por sus muchas seguidoras, pero terriblemente arrepentida por no haber aceptado el amor.


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Qué tiene que ver esta historia con Copiapó. Bueno, fue escrita por un copiapino más, el día 19 de noviembre del año 2001, y editada hoy. Quizás un día se extienda aunque, para bien o para mal, ya saben el final.

viernes, 18 de agosto de 2006

Sinfonía para Goethe, Poe y Wilde

El día ayer tuve la suerte de ser invitado por una gran amiga a ver la obra "Sinfonía para Goethe, Poe y Wilde" de la compañía de teatro la Factoría, que la ofreció en una única función en la Sala de Cámara de nuestra ciudad.
En la obra se adaptan tres cuentos: La Máscara de la Muerte Roja, de Poe; Fausto, de Goethe; y El Retrato de Dorian Grey, de Oscar Wilde.
No relataré la obra, por supuesto, ni mi intención es dar una opinión acerca de la misma. Lo que sí deseo recordar y dejar plasmado hoy es el monólogo del final, en que el personaje que había comenzado a contar los tres cuentos decía algo como:

"Si quieres ver árboles, camina hasta el bosque.
Si lo que deseas es ver el
bosque, entonces trepa a la cima de una montaña.
Si quieres ver toda la
montaña, elévate hasta una nube.
Pero si lo quieres ver toooodo, todo, todo,
absolutamente todo; entonces cierra los ojos y hazlo en tu imaginación."

Luego de eso, se retiraba de escena y en medio del escenario quedaba un libro con sus páginas abiertas mirando hacia el público.

No creo que esa imagen necesite explicaciones.

jueves, 3 de agosto de 2006

Vuelo

Había pertenecido siempre al mismo lugar y estaba conforme con ello. Admiraba la tierra y se sentía agradecido por todo aquello que ésta le regalaba: el sol, con su luz y su calor, aunque las más de las veces lo rehuyera bajo las copas; el verde, en distintos matices en cada árbol y en cada planta; el viento refrescante de las tardes, meciendo las altas copas de los árboles que producían aquel murmullo que él sabía que no olvidaría jamás y que añoraría en los días de su vejez; y también agradecía la brisa fresca de la noche pues le daba la paz para admirar las estrellas y las sombras, y porque olía a oscuridad, a calma y a silencio.

Todo era perfecto a su alrededor. Todo le deleitaba y jamás se aburría de ver siempre lo mismo. Un día, sin embargo, contempló la cima del árbol más alto de las cercanías, un lanceolado álamo solitario que lo había visto crecer, y decidió que era tiempo de llegar hasta allí. Cerró los ojos, extendió los brazos y así, sin más, se echó a volar.
Para él esto no tenía nada de extraño; simplemente había vuelto a hacer lo que tantas veces hacía en sueños. Flotaba suavemente, su cuerpo más liviano que el ya liviano aire de aquel verano verde.

Al comienzo se mantuvo a medio metro de altura, ojos bien cerrados, sólo sintiendo la liviandad de su cuerpo mecido levemente de aquí allá por el viento, pero pronto comenzó a elevarse, primero por sobre las plantas y arbustos más bajos, después sobrepasando los árboles frutales. Finalmente, cuando sintió el viento más fuerte contra su cara y oyó con mayor intensidad el murmullo del follaje, decidió abrir los ojos. Frente suyo se mecía con calma infinita la aguzada cima del álamo. Le sonrió y el viejo árbol le concedió una leve inclinación de aprobación y simpatía, y hasta creyó ver una sonrisa entre sus alargadas ramas.

Luego observó a su alrededor, hacia abajo, hacia su hogar. Por entre las copas divisó la vieja casa de sus padres y el camino que conducía del pueblo a la ciudad. Aunque parecía tan natural estar ahí, todo le maravillaba más que nunca, como cuando se mira el horizonte con la cabeza de costado y se sorprende ver lo mismo de siempre pero de una forma distinta a la cotidiana. Sonreía con esas sonrisas que provienen de un regocijo muy profundo al observar el agua del canal junto a su hogar, al distinguir los distintos matices de verde, al oír de cerca el murmurar de los árboles, al creer sentir más cercano al sol; mas una nueva idea vino a su mente: ya habría tiempo para observar cuidadosamente los alrededores, hoy sólo quería dejarse llevar por la ingravidez. Miró arriba y divisó a los negros buitres, perennes en lo alto de los limpios cielos de su tierra, como alados guardianes que nunca descansan; apretó los brazos a sus costados y comenzó a elevarse en línea recta, cada vez más veloz, hasta que en unos minutos ya no era más que un punto en el inmenso cielo límpido de aquel verano verde…