martes, 24 de julio de 2007

El Patio Trasero


El patio del fondo de mi casa... siempre voy allá cuando quiero soledad. Cuando en mi habitación me falta el aire puro. Tomo un libro y me voy a leer, o simplemente a respirar, a ese lugar que me vio crecer desde muy muy pequeño, pues mi padre terminó de construir la casa en la que aún vivo cuando yo tenía tan sólo un año.
Tengo dos hermanos mayores, pero recuerdo muy pocas veces en las que jugáramos juntos o incluso interactuáramos cuando chicos (a excepción del mi hermano del medio, con el que sólo discutía). La razón ha de ser las diferencias de edad; con el mayor me llevo por 7 y con el del medio por 5 años de diferencia. A ellos los recuerdo siempre claveteando camiones de madera y haciendo carreteras por el patio. Claro, mi padre fue camionero hasta que yo cumplí los 5 años, fecha en que se enfermó de gravedad y para pagar los tres meses hospitalizado tuvo que vender su último camión. Debe ser por eso que no me alcanzó a "picar el bichito" por los armatostes aquellos, mientras que mis hermanos terminaron los dos metidos entre los fierros de talleres y conduciendo unos inmensos y bulliciosos transformers. Me parece verlos jugando en el ex galpón del Pegaso, detrás de la casa, armando sus ciudades de trozos de palos y claveteando ruedas y carrocerías.
!Ah¡, pero el "fondo," como le llamábamos (porque mi casa tiene dos patios traseros divididos por un cierre con una puerta que ha sido movida de un lado a otro del cerco con el correr de los años), el patio trasero fue siempre mío. Siempre estuvo cubierto por un parrón de unas 100 parras, así que me pasaba la vida bajo un techo vegetal protector que se me antojaban los cielos de palacios o los pasillos de estaciones espaciales. Me gustaba, además, ver cómo esa techumbre viva cambiaba a lo largo del año. Recuerdo vívidamente una vez que estuve en cama alrededor de una semana producto de una gripe y cuando me levanté y fui al fondo, no podía creer que en tan pocos días las hojas hubieran crecido tanto que no dejaban pasar más que unos pocos rayos de sol, siendo que días antes se mostraba todo iluminado.
Los juegos que me inventé ahí son demasiados, y ni de la mitad me he de acordar, pero tuve naves construidas con restos de llaves de agua, piezas de aparatos eléctricos y madera, edificios de restos de rodamientos, gigantescos palacios de adobes de barro apilados, represas con acueductos larguísimos y funcionales, volcanes y lagos, y hasta recuerdo una nave construida de puros cajones de uva en la que podía entrar a pilotear. Los bosques de malva crecían de cuando en vez y yo rogaba porque mi padre no los secara muy pronto con matamalezas, pero el día siempre llegaba y había que esperar de nuevo a que las aguas del ancho río que pasa aún a los pies del sitio, se mostraran benevolentes y se esparcieran por todo el terreno propiciando así de nuevo el nacimiento de la vida.
No me explico bien cómo es que me dejaban pasar tanto tiempo solo en ese lugar, desde muy temprano hasta ya bastante oscuro en la tarde, comiendo siempre a la rápida para poder continuar la historia donde la había dejado.
Tampoco sé hace cuántos años dejé de jugar ahí, aunque recuerdo que lloré cuando supe que ya estaba dejando de ser niño. Lo cierto es que el tiempo pasó y más de la mitad de las parras fueron cortadas. Hace un par de años regresé de un largo viaje a tierras lejanas y el fondo estaba cubierto de bosques más altos que los que hubiera tenido cuando chico. Lo malo es que se trataba de una hierba un tanto venenosa común en Copiapó a la que llamamos güilmo (supongo que esa es la grafía, pero no lo he logrado averiguar con certeza), además de una maleza bastante molesta llamada Amor Seco, cuyas pequeñas semillas constan de dos ganchitos en la punta y no hay manera de librarse de llevárselas en la ropa si uno las toca de pasada. Cortar todo eso habría sido sacrificado, por lo que mi padre les echó matamalezas y cuando estuvieron bien secas les prendió fuego. Se hicieron polvo en segundos dejando un sitio triste y muerto, pero que sé por experiencia que sólo espera un poco de agua para despertar.
Buscando sol de invierno en estos fríos días me he ido a pasear seguido por ese mundo aparte y de entre las cenizas, y ocultos en tubos aquí y allá he estado encontrando muchos de mis tesoros de antaño. Juguetes viejos que en algún momento guardé para jugar al día siguiente pero que no saqué más.
Fue bello hallarlos, me trajo de regreso muchas memorias que me condujeron, entre otras cosas, a escribir este post que probablemente nadie leerá pues creo que no revestirá interés alguno para alguien más.
Como sea, ya está escrito y mientras lo hacía me han venido al recuerdo otros tantos episodios y juegos de mi infancia que espero guardar por un buen tiempo máspara alguien más.
Como sea, ya está escrito y mientras lo hacía me han venido al recuerdo otros tantos episodios y juegos de mi infancia que espero guardar por un buen tiempo más.



miércoles, 11 de julio de 2007

Tesoros del siglo pasado

En mi monumental codicia por obtener libros y más libros, olí hace unos días en el patio de mis abuelos, una caja llena de libros y revistas cubiertos por tierra y hojas de palto secas. Le pregunté a mi abuelo por qué tenía esa maravilla tan mal cuidada y dijo (para mi alegría) que la iba a botar. Obviamente que me ofrecí a botarla... en mi pieza. Ese día era mi cumpleaños y aunque no me quejo, pues recibí hartos regalos que no esperaba, y de personas muy muy queridas a quienes aprovecho de agradecer, la caja con libros no se le queda atrás a los demás presentes.

El asunto es que entre varias joyas, algunas en inglés (difícil hallar libros en inglés por estos lados), encontré una encuadernación de revistas Zig Zag antiguas, y lo que más me llamó la atención de ellas fue la publicidad, que ocupaba la mayor parte de las revistas... Extraños avisos bombardeaban a nuestros abuelos... Escaneé el que viene a continuación porque me pareció uno de los más singulares. Fue publicado en la edición del 6 de diciembre de 1913.